Con poco bastaba
Con poco bastaba
Mi primer recuerdo. Un aparato de radio grande con unas ruedecillas, sus mandos, para sintonizar manualmente y para subir y bajar el volumen. Creo que también tenía unas teclas de marfil. El sonido salía de su amplio espacio cubierto por un tejido. Allí me sentí en consonancia con la música. Me movía a su ritmo. Desde que la empecé a escuchar.
En esa casa viví hasta mis dieciséis.
Dormí con mi hermano que me lleva año y medio hasta los cinco.
Entonces dividieron la habitación, dejando para mí la cama, la mesilla y una cómoda. Todo de madera oscura. Creo que de caoba. En esa cama dormía conmigo la abuela Carmen, cuando venía, que lo hacía a menudo. Su presencia era casi continua. En sus últimos años, porque tenía dificultades respiratorias que no superó, no la recuerdo tan a menudo.
Recuerdo que se sentaba en el borde de la cama tosiendo.
Que llevaba moño y yo le peinaba el pelo y se lo trenzaba.
Que lavaba, limpiaba la lana quitando brozas y la cardaba, y que eso lo hacía buscando mi colaboración. Que me decía que debía ser una mujer de provecho. A mí me amargaba. Me daba con el nudillo en el brazo para corregirme.
Murió cuando yo tenía catorce. En Febrero.
Es una figura de crianza muy importante en mi vida.
Mi madre le cedía el mando.
Tenía manía de hacernos sopas hervidas con el pan seco. A mí me daban asco. Curiosamente, hubo un tiempo en que me las hice. Hervía el pan troceado con ajo y aceite. Cuando estaba gomoso le añadía huevo y removía. No lo hago porque he reducido la ingesta de pan, pero lo del huevo lo uso en muchas cremas y sopas. También recuerdo la sopa de patata rallada.
No usábamos recursos que hoy compramos.
Lavando con jabón de pieza, Lagarto, el trapo con el que limpiaba. Haciendo estropajos de cuerdas viejas y rotas. Había una tabla de lavar que era muy práctica. Restregar y pasar sobre ella la prenda enjabonada. Esos gestos los aprendí de niña.
Escobar, quitar el polvo y fregar el suelo. A diario. Odiaba quitar el polvo. Me implicaron de muy niña. Mi abuela me aleccionaba. Mi madre también. Estudiaba y ayudaba en casa. No sólo en lo doméstico. En las otras tareas también. Todos estábamos implicados. No me dolían prendas. Me sentía útil y capaz.
Fueron los demás los que menoscabaron mi estima.
He tenido que enfrentarlo. He valorado aquello por lo que me orillaron.
Hubo unos años, desde que con once tuve la regla (menstruación) en que usaba pañitos, primero blancos y de algodón. Eran unas toallitas pequeñas, la mitad de la pequeña de las de aseo. Después hubo unos de colores de material acrílico.
Para lavar la sangre agua fría. Después lejía.
El buen mayor, el agua. Nosotros la teníamos de pozo. No había de traída.
Cuando mi hermano era bebé, mamá iba a la fuente de noche a lavar sus cuatro cosas. No había abundancia. En poco espacio y con pocos recursos se apañaban.
Ni vacaciones ni festivos. Las vacas requerían de atención diaria. Dos veces, limpieza y ordeño.
Desde el presente recuerdo aquella vida de mi infancia y adolescencia.
La puerta de casa sólo se cerraba con llave de noche.
Mis tíos de Barcelona se casaron en mayo. Yo tenía cuatro años.
Mis padres lo hicieron en diciembre.
Sus dos primeros hijos no superaron los primeros meses de vida. Fallo médico.
Debió ser muy duro.
Emprendieron con vacas de leche. Les murieron por una enfermedad, la patera, sin haber terminado de pagar las letras firmadas. Quien las cobraba les acusó de impago. Tenían los comprobantes. El acreedor les pidió disculpas y les facilitó el pago de las que les faltaban para que pudieran volver a empezar. Esto me lo contaban. En el peor momento pensaron marchar a París, dónde estaba la tía Pilar, o a Barcelona. Se quedaron. Yo era un proyecto de vida. Papá y mamá no quisieron separase. Mi hermano hubiera quedado en casa de los abuelos, pero un embarazo traía sus dificultades.
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