Domingo de Ramos
24 de marzo
Mamá siempre procuraba que un día como éste estrenara alguna prenda. Muchas veces la que llevaría para vestir a partir de este día.
Ella cosía y tejía. Apiazaba, zurcía, recuperaba y reutilizaba.
No malgastaba.
A todo le encontraba usos varios.
Cuidaba con esmero y mantenía el orden. Capacidad que no he cogido de ella. Me muevo en el desorden, que de vez en cuando me toca enderezar y recolocar.
En mis recuerdos, la falda, los calcetines blancos, calados, hasta debajo de la rodilla. Zapatos nuevos. Ahora en la impronta unos rojos. Era mi color favorito. Posteriormente mocasines blancos. Zapatos acharolados. Tacón mínimo. De niña a jovencita era mi madre la que tomaba esas decisiones.
A decir de mi abuela, “Quien no estrena en domingo de Ramos, no tiene manos.”
Hubo unos años de uniforme y participación en la procesión de la ‘burreta’ (entrada de Jesús en el templo, a lomos de una burra). Hay fotos de esa época. Primero con rama de olivo cargada de rosquillas que nos hacía mamá la noche anterior, y posteriormente la Palma con un lazo.
En esos días compraba una vela bien hermosa, que vendían en la pastelería, y la llevábamos a la iglesia de nuestra parroquia, Sto Domingo. Para que se encendiera con otras en el velorio de esos días. Era la capilla lateral. Se nombraba ‘monumento’.
El miércoles era día de ir por las iglesias de Huesca, sin dejarse una, a visitar monumentos y rezar.
En mi infancia y primera juventud nos teníamos que cubrir la cabeza con una mantilla. Las de niña eran blancas.
En nuestro uniforme se incluía sombrero para procesionar.
Nuestro colegio también tenía capilla.
Recuerdo que antes de empezar las clases pasábamos por ella. Teníamos una mantilla blanca que se ataba en la nuca y caía sobre nuestra espalda.
De la capilla entrábamos al colegio por una puerta lateral localizada a la derecha. Un curso estuve en la primera aula. De esa se pasaba a la siguiente. De la siguiente a un distribuidor del primer piso. De éste subían a otro piso y más arriba a un tercero que no recuerdo tuviera aulas. Sí la venta de sus materiales y unos miradores, a los que recuerdo subir para ver la carrera ciclista desde allí.
El colegio tenía un edificio anexo donde vivían las monjas y las internas.
En mi mente reconstruyo esos espacios y olores.
En la planta baja estaba el parvulario. Que era mixto.
Allí empezó mi escolaridad con ellas. Creo que debí estar cinco cursos. Igual son cuatro.
Dos años abajo y dos o tres arriba. No lo puedo corroborar.
Me enseñaron a enhebrar la aguja, antes de los seis años. Vainicas y otros puntos. Grandes sumas a copiar en pizarra. Sabía leer antes de acceder a ese colegio. Hubo una maestra que lo consiguió con castigos y severidad, en una escuela a la que fui un curso. Y que al cerrarse nos repartió, separándome de mi hermano, mi primo y vecinos.
En ese colegio sentí la discriminación lingüística y de clase. En mi entorno vecinal y familiar había una mezcla aragonés castellano que se consideraba hablar errado.
Me infravaloraron. Suerte que pedí y porfié para que me llevaran al instituto, y allí me salvé.
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